Guayaquil, desde otra mirada

Amaury Martínez, fotógrafo guayaquileño

¿Qué elementos hacen de Guayaquil una ciudad estéticamente poderosa para fotografiar? ¿O crees que es la mirada del fotógrafo la que revela esa belleza?

Si, Guayaquil es estéticamente poderosa, fotogénica y no de la forma que lo son París o Nueva York, que tienen una belleza inherente que las hace fotografiables. La calurosa y de cielos grises, Guayaquil, tiene una arquitectura llamativa, una luz de atardeceres muy particular en el suroeste, su atmósfera cultural (en la Zona rosa, en la Procesión del suburbio, etc.).

Si, en la mirada del fotógrafo es donde está la magia. En los años noventa mi profesora de fotografía en la facultad de Arquitectura de la Universidad Católica, Marina Paolinelli, mencionó la frase clave, “hay que saber ver”, un consejo valioso para los fotógrafos y los arquitectos.
Podemos descubrir con una mirada atenta situaciones fotogénicas como un panadero caminando junto a su bicicleta en la calle V. E. Estrada, un vendedor de granizados sonriendo a la salida de un colegio fiscal o las sombras proyectadas sobre la culata de un edificio descuidado.
Una cámara fotográfica no registra la ciudad, lo hace la mirada del fotógrafo.

Creo que podría condensar una respuesta como… Guayaquil tiene una belleza latente y nosotros como fotógrafos podemos despertarla o revelarla, para usar un término fotográfico.

¿Cómo influye la fotografía en tu sentido de pertenencia con Guayaquil? ¿Crees que documentar la ciudad fortalece la relación entre el fotógrafo y su entorno?

La fotografía afecta íntimamente mi sentido de pertenecía con Guayaquil dado que me conecta con los espacios que muestran su esencia; los espacios no regenerados, la 9 de octubre, la calle Rumichaca y el perimetro. Cuando camino con la cámara en mano por estos espacios, adquiero una mezcla intensa de fascinación y contradicción. Me gusta el caos, la calidez de sus gentes y la eterna energía que desembocan sus calles, mientras que hay otros lugares que no me dicen nada, me generan distancia (Puerto Santa Ana, por ejemplo). Esa convivencia de sensaciones que me fascinan y que me incomodan, configuran mi forma de ser con la ciudad, una ciudad compleja, real y viva.
Paseando con mi cámara, los espacios, las calles y sus gentes se convierten en signos de pertenencia, signos que me recuerdan que pertenezco a este lugar con sus virtudes y sus contradicciones.

Por otro lado, y también siento una profunda nostalgia por el Guayaquil, y por aquel Guayaquil que ya no puedo fotografiar con la libertad que solía: las calles llenas de gente de la Bahía con vida, de la vida urbana que antes podía ser documentada sin el miedo que persigue la delincuencia (años noventa, cuando estudiaba arquitectura, salíamos a hacer fotos a la calle). Esa nostalgia se transforma en motor para seguir fotografiando, pienso que registrar lo que queda es una resistencia al olvido.
La fotografía documental me permite narrar la ciudad que vivo, lo vivo, sin buscar hermosear ni ocultar lo que duele; busco entenderlo. Y en ese proceso del acto fotográfico, cada imagen es una manera de reafirmar mi lugar en él.