En la mañana aún se escucha al afilador de cuchillos y al vendedor de pescado pasar por la calle y a algunos carros de vez en cuando.
En la tarde menos, pero cuando llega la noche el silencio es absoluto. Solo queda el sonido del televisor o de la computadora en cada dormitorio. Las largas conversaciones entre mi hermana y yo han desaparecido porque por recomendación de mis tías está en el último dormitorio de la casa, aislada. Unas alumnas suyas vinieron a recibir clases contagiadas de Corona vid y para preservar la salud de todos se decidió que se quedara allí. Todos los días le llevamos comida en una bandeja. Mi hermano y yo nos turnamos para llevarle los alimentos y mi papá lava los platos. La limpieza de la casa se triplicado, ahora vertemos agua hirviendo a los platos, a los cubiertos y trapeamos la casa con cloro.
No se sabe en qué día se vive. Se ha perdido la noción del tiempo. Hasta hace dos mirábamos las noticias, pero era una agonía constante. Hasta que dejamos de verlas por salud mental, nos estábamos deprimiendo. La paciente cero, después los primeros 100, 500, 1000 contagiados, tantos que se perdimos la cuenta. En la calle una bolsa de plástico sobre un banco, junto a un cartel.
Muy pocas respuestas. Los políticos repiten el discurso que he escuchado desde niña. Dialogan entre ellos.
Me considero un ser privilegiado porque mi familia alcanzó a comprar víveres antes de entrar en cuarentena y la que no tuvimos lo pedimos por apps, pero hay muchos no tienen qué comer porque en mi país muchas personas viven del diario, como se dice aquí. Desde que empezó no he salido ni una sola vez, mi hermano se ríe y me dice que yo no la siento porque siempre vivo en cuarentena.
Las noches me sirven para recordar y recordé que en mi adolescencia recorría las calles de mi ciudadela subida en mi bicicleta, desde las tres a las seis de la tarde. Entonces disfrutaba la brisa del aire recorriendo mi piel. Ahora salir al jardín de mi casa es un acto maravilloso. Miro con deleite, como un niño al ver una funda de caramelos, los árboles de bonsái, los peces que flotan en el pequeño estanque, la planta de ají con sus frutos comidos por los pájaros. Los más felices en esta cuarentena son los animales, especialmente las aves. Bajan y caminan en el cemento y después saltan de un árbol a otro. En las tardes también nos visitan los colibríes y las ardillas, deleitándose estas últimas con las maracuyá de un árbol de papá.
Mi familia está fragmentada: Guayas, Esmeraldas, Manabí. No sé cuándo los volveré a ver. Un hilo de voz y una imagen distorsionada nos mantiene unidos. Algún día, algún día.